Martes veinticuatro de diciembre, siete de la mañana. Suena el
despertador, abro los ojos y recorro con mi mano el lado derecho vacío de la
cama. Pego un salto y me levanto. Desnudo bajo al trote por las escaleras en
busca de la cocina para prepararme el desayuno. Sí, ya sé, cosas que hace uno
cuando está solo en casa. Desayuno y me felicito, qué buen desayuno me preparé
hoy. Subo las escaleras, me baño, me miro al espejo y me digo qué bien me
tratan los años, si hasta esas canas que se notan más con el pelo bien corto me
dan un toque especial. Me visto, me cuelgo el morral, enciendo un pucho y salgo
a la calle, a esa puta calle que sólo parece sonreír porque estamos en vísperas
de navidad.
Martes veinticuatro de diciembre, ocho y media de la mañana.
Miro el reloj y sonrío, qué temprano, todo va según lo planeado. Camino a buen
paso y bajo al centro de la ciudad. Voy por los ingredientes que me faltan para
la cena que prepararé para esta noche. Sé que voy a lucirme, como cada vez que
cocino. También voy por los últimos encargos para Santa, apuro el paso, quiero
terminar rápido, antes de que el calor de esta navidad subtropical me derrita
las ganas.
Martes veinticuatro de diciembre, diez y media de la mañana.
Estoy otra vez en casa. Un poco agobiado por el calor, pero imparable como la
inflación. ¿Ingredientes para la cena? ¡Listos! ¿Encargos para Santa? ¡Listos!.
Busco un cenicero, enciendo un pucho, me siento y me pongo a pensar.
Martes veinticuatro de diciembre, once y media de la mañana.
¿Cuántas veces me miré en el espejo? ¿Cuántas veces releí lo poco que he
escrito? ¿Cuántas veces me repetí lo mismo? Qué bien que estás, si sos divino. Pienso
esto mientras respiro el silencio de las paredes que me guardan por capricho. Presto
un poco más de atención, sólo escucho los ruidos que vienen del exterior. Pienso
en el rey de un reino vacío. Sin sombras de fantasmas. Sin cenizas de gritos. Pienso
el rey y su mirada soberbia. En su trono de cartón, su cetro de piedra y su
corona de arena. Uso la colilla del pucho que estoy fumando para encender otro
y me acomodo en la silla.
Martes veinticuatro de diciembre, doce menos cuarto de la
mañana. Escribo esto que estás leyendo. No conozco otra manera de contarte o
contarme un cuento. Lo publico. Dejo de pensar, por ahora, en la inmortalidad
del cangrejo y me pongo a cocinar. Mientras cocino sonrío, pase lo que pase me
gusta contarme que las cosas están en su sitio.