Digo que no
escribo porque no tengo tiempo, o porque el tiempo me alcanzó y me vine viejo, o
porque estoy para otra cosa, o porque para escribir algo mediocre mejor ni
escribo, y miento. Decís que no escribo porque ya no me inspirás y estás equivocada,
lo siento. A veces las cosas son simples. No escribo porque tengo miedo. No temo
a mi gramática siempre errada, ni a mis ideas viejas, ni a mi prosa bastarda. Como
te dije antes, las cosas a veces son simples, temo a las palabras.
Las palabras, como
todas las cosas, tienen un lado oscuro. No es casualidad que la tinta casi
siempre sea negra, como la oscuridad que le da a la muerte sabor a nada. Las palabras
perduran, son lo que queda cuando la mano del escribidor ya no puede aferrarse
a nada. Cómo no tenerle miedo, si cada vez que escribo veo a mis cenizas en
forma de letras deformadas.
Pero aquí estoy,
estamos. Así que te escribo a pesar del miedo.
Una mañana, café,
mi cabeza a mil antes de la primera taza, vos sin poder entenderme hasta
después de que el café levante tus persianas. Llevamos a Amelia a la escuela. Me
acompañás mientras manejo. Son quince minutos y mil puteadas. Nadie que se
cruce en mi camino se salva. Mientras vamos de vuelta fumamos, hablamos algunas
cosas importantes y también algunas pavadas. Un beso, vos a tus cosas y yo a la
fábrica.
Una mañana sólo uno de los dos releerá estas palabras.
Faltará una boca para el beso.
El café sabrá a tierra, el pucho a humedad añejada.
Me da miedo, así que ahora dejo de escribir, me fumo un
último pucho en la madrugada y me acuesto a dormir. Quiero olvidarme de las palabras. Solo quiero despertarme una y
otra vez, y que sigas estando en mis mañanas.