Será que nací en 1977 al norte de un país
que era y es todo sur, que a veces me siento desubicado. Mi viejo tenía 39 años
y ya cargaba en las espaldas toda una vida de sangre, lágrimas y trabajo. Mi
vieja tenía 19 años, recién terminaba la escuela y vivía en medio de estos
cerros que son tan míos, pero que siempre estuvieron lejos de los llanos de su
Santiago.
Nací en una Argentina oscura y terrible,
pero nadie me había avisado. En mi casa nunca se habló de aquellos años o,
quizás, se habló y yo no escuché, porque estaba jugando en otro cuarto. También
pudo pasar que quisieron contarme y yo escuchaba para otro lado. La cuestión es
que me pasé los primeros 13 años de mi vida sabiendo poco y nada de esos
infames años.
En 1983 tenía 6 años. Recuerdo la alegría
que se respiraba en las calles porque había vuelto la democracia. Yo no sabía
quién era, ni a dónde había ido, pero qué bonita sonaba esa palabra en la voz
de ese tal Alfonsín que la repetía y la enarbolaba. Pero, para mí, ahí quedó
todo. Yo seguí con lo mío, que era jugar a ser niño mientras inexorablemente
dejaba de serlo.
En 1990 escuchaba música grabada en los
setenta, así que un día me puse a leer sobre lo que pasó en aquellos años, creo
que comencé en octubre y todavía no he parado.
En 2001 murió crucificado el niño que
llevaba adentro. Él mismo talló su cruz y clavó sus clavos. En el pecho llevaba
pintados con tinta morada una pluma, un martillo, un libro y todo su
desencanto.
En 2014, un lunes por la mañana, 24 de
marzo, feriado, me puse a escribir esto. Pero resulta que la memoria es tan caprichosa
como la inspiración. Quería escribir sobre lo que pasó hace 38 años, pero sólo
pude escribir sobre lo que me pasó mí durante estos 37 años. Por un momento me desilusioné
de mí mismo, pero ya se me pasó, porque lo que pasó, también me pasó aunque no
me ha pasado. Y todo lo que hoy pasa, pasa por y a pesar de la oscuridad de
aquellos años.
Al final, nada de lo que quería decir pude
ponerlo en palabras, pero quiero dejar algo escrito para no perder la maña.
Todos los muertos son míos y son nuestros,
aunque no me pertenecen ni nos pertenecen, aunque no sé todos sus nombres ni
ustedes tampoco.
Todas las palabras son mías y son nuestras,
no importa cómo las pronunciemos, porque las palabras saben de lo que hablan.
Por eso, viento,
no te lleves estas dos palabras.
Nunca más.