domingo, 24 de diciembre de 2017

Digo que no escribo ...

    Digo que no escribo porque no tengo tiempo, o porque el tiempo me alcanzó y me vine viejo, o porque estoy para otra cosa, o porque para escribir algo mediocre mejor ni escribo, y miento. Decís que no escribo porque ya no me inspirás y estás equivocada, lo siento. A veces las cosas son simples. No escribo porque tengo miedo. No temo a mi gramática siempre errada, ni a mis ideas viejas, ni a mi prosa bastarda. Como te dije antes, las cosas a veces son simples, temo a las palabras.

    Las palabras, como todas las cosas, tienen un lado oscuro. No es casualidad que la tinta casi siempre sea negra, como la oscuridad que le da a la muerte sabor a nada. Las palabras perduran, son lo que queda cuando la mano del escribidor ya no puede aferrarse a nada. Cómo no tenerle miedo, si cada vez que escribo veo a mis cenizas en forma de letras deformadas.

    Pero aquí estoy, estamos. Así que te escribo a pesar del miedo.

    Una mañana, café, mi cabeza a mil antes de la primera taza, vos sin poder entenderme hasta después de que el café levante tus persianas. Llevamos a Amelia a la escuela. Me acompañás mientras manejo. Son quince minutos y mil puteadas. Nadie que se cruce en mi camino se salva. Mientras vamos de vuelta fumamos, hablamos algunas cosas importantes y también algunas pavadas. Un beso, vos a tus cosas y yo a la fábrica.

    Una mañana sólo uno de los dos releerá estas palabras.
    Faltará una boca para el beso.
    El café sabrá a tierra, el pucho a humedad añejada.


    Me da miedo, así que ahora dejo de escribir, me fumo un último pucho en la madrugada y me acuesto a dormir. Quiero olvidarme de las palabras. Solo quiero despertarme una y otra vez, y que sigas estando en mis mañanas.