Francisco era
carpintero. Imagino que era muchas otras cosas, pero me quedo con ese dato
certero. ¿Cuántos años tenía en la década del ’30? ¿Votó por Yrigoyen? ¿Escuchaba
los partidos de la banda en la radio y gritaba los goles de Labruna? ¿Qué sabía
de los horrores de la segunda guerra mundial? ¿Qué pensó cuando ascendió Perón?
¿Qué pensaba de Evita? ¿Qué pensó cuando derrocaron al general? ¿Tenía las mismas
manos fuertes de mi viejo? Son tantas preguntas, quizás algún día, o, mejor dicho,
alguna noche de insomnio me las conteste.
René era
ferroviario. Como maquinista, hizo alguna vez el tramo que une San Salvador de Jujuy
y La Quiaca. En parte, ese ramal del ferrocarril Gral. Belgrano, que hoy se
oxida tapado por la indiferencia, es culpable de mi gentilicio. Con él las preguntas
son menos, pero no pocas. Sé que no votó a Perón para su segundo gobierno, o
eso creo, porque, según mis cálculos, sólo tenía diecisiete años en aquella
primavera. Pero era peronista, tan peronista que descolgó su foto con Menem de
la pared cuando entendió la infamia del falso caudillo de sus últimos días. En
casa de mi viejo todavía está la copia de «La comunidad organizada» que me regaló un verano, cuando lo ayudaba a fumar,
porque ya no podía utilizar sus manos.
Mi viejo se llama
Miguel. Los que nos vieron caminar juntos, dicen que tenemos el mismo andar, que es el
mismo andar que tiene mi hijo Sebastián. Con eso está todo dicho. Llevo años
tomando notas mentales sobre su vida, pero ahora sólo voy a decir eso. Creo que
algún día, cuando lo años me pesen y el insomnio sea mi única salida, pondré un
tango bajito, para no despertar al día, y escribiré una historia, mitad real,
mitad ficticia, para que mis notas metales no se pierdan cuando se pierdan mis
días.