lunes, 24 de septiembre de 2012

Veinticinco de septiembre

    El lunes veinticinco de septiembre de aquel año fue la segunda vez que besé a V. por primera vez. Fue un amanecer frío, después de una noche larga bañada con whisky barato. Desde ese día pasaron seis mil doscientos diez días. Nunca, hasta ahora, escribí una palabra sobre ese momento. Será porque es un hermoso recuerdo. Será porque la casualidad no venía a cuento. 
    Nada sabía de A. en la madrugada de aquel lunes veinticinco de septiembre. Nada sabía del punto final que escribió ese día de primavera. No sabía que era escritora ni que era argentina. No sabía de las cincuenta pastillas. No sabía de la agonía eterna que corría por sus venas. No sabía que después de catorce mil seiscientos diez días sin vida seguiría escribiendo su poesía y esa prosa visceral que la distinguía. Alguna vez le dediqué un par de líneas, pero eran sólo eso: un par de líneas. Será porque la casualidad no venía a cuento. 
    Hoy, diecisiete años después de V. y cuarenta años después de A., la casualidad me pide que escriba algo. No sé exactamente qué. Pero, vamos, ¿quién sabe exactamente qué escribir? Y, pues, nada, que aquí estoy, escribiendo por escribir porque es lo que la casualidad manda. 
    Imagino que esta historia no tiene final porque no tiene principio. Imagino que esta historia va más allá de lo que yo pueda decir en este espacio. Imagino, también, que después de tantos años las cosas están en su sitio, porque el sitio de las cosas está dictaminado por el golpeteo irregular de lo que escribo.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Una carta perdida en el camino


Intenté escribir tu nombre. 
Intenté escribir tu nombre 
en el cuaderno. 
Intenté escribir 
mil veces tu nombre, 
borrándolo en el intento. 
Cuando por fin entendí 
que escribir no era lo mío, 
arrojé el cuaderno al suelo, 
lo rocié con alcohol 
y, finalmente, 
comulgué con el fuego. 
Intenté pronunciar tu nombre. 
Intenté pronunciar tu nombre 
de cara al viento. 
Intenté pronunciar 
mil veces tu nombre, 
callándolo sin saberlo. 
Cuando por fin entendí 
que nombrarte era un juego, 
abrí el viejo cajón, 
saqué otro cuaderno 
y, derrotado, 
empecé a escribirte de nuevo. 

jueves, 13 de septiembre de 2012

Estoy aquí, de nuevo en este cuarto


    Estoy aquí, de nuevo en este cuarto, que no es el mismo, pero es el mismo cuarto. Es que yo tampoco soy el mismo, pero soy el mismo a pesar del paso de los años.
    Estoy solo, rodeado de gente que pasa por aquí a tomar un café, a contarme lo que le pasa o a preguntarme qué es lo que me está pasando. A veces charlamos de lo que pienso, de lo que piensan y de lo que estamos pensando. Tengo un cajón lleno de cartas que nunca leí y que sigo esperando. Tengo una taza con café frío, que me quema los labios al tomarlo. También tengo un cenicero lleno de las colillas de esos cigarrillos negros que me matan a diario.
    Me acompaña un gato negro, para más detalles: mi gato. Si no pueden verlo, es porque todavía no regresa de su último paseo. Es que a mi gato le gusta subir al tejado, pero anda enojado, porque hace mucho que no lo acompaño a cantar bajo un cielo estrellado.
    Decía que estoy otra vez en el cuarto. Me siento, prendo un pucho y empiezo a escribir, despacio. El pucho se fuma solo, olvidado en el cenicero mientras ejecuto este acto. Releo lo que escribí y reniego de la rima que, evidentemente, está de más en lo que ahora hago. Sonrío, porque Nadia siempre me lo recrimina y yo asiento en silencio, pero después igual lo hago. Termino y prendo otro pucho, adoro fumar cuando el trabajo está terminado. Porque no importa si es mucho o si es poco, si es genial o si es lo acostumbrado, lo importante es que lo intento. Lo intento una y otra vez, porque pienso morirme intentándolo.