jueves, 10 de octubre de 2013

Una ciudad


    Los habitantes de esta ciudad son casi perfectos. Hoy son más humanos que nunca antes (signifique lo que signifique eso). En esta ciudad nadie fuma, de hecho, sólo unos pocos privilegiados (entre los que me incluyo) sabemos de la existencia del tabaco, pero nunca lo hemos probado. Lo mismo sucede con otras drogas como el alcohol y la marihuana. No podemos permitir esta debilidad entre nuestra gente. En esta ciudad todos son vegetarianos, aunque el término como tal es desconocido, cayó en el olvido porque la gente común no conoce otra forma de alimentarse. Así es más sano, económicamente conveniente y más humano. En esta ciudad el crimen no existe, los malos pensamientos fueron arrancados de raíz, el mal no tiene lugar en su futuro. La muerte ya no es más la muerte, no saben la diferencia entre muerte natural, asesinato y suicidio, para ellos sólo es traspasar una puerta, una puerta literal hecha de algo parecido a la madera, lo que sucede más allá de ella no les interesa. Se reproducen en laboratorios, es más sano, limpio y seguro. Y así una infinidad de pequeñas mejoras que los hicieron lo que hoy son. Después de cuatro siglos lo logramos. No fue fácil. Hace más de cuatrocientos años nos aislamos del resto del mundo. Era necesario. Necesitábamos seguir adelante. La evolución nos guiaba. La evolución nos lo pedía.
    Pertenezco a una estirpe de seres superiores. El abuelo de mi abuelo fue el primero en plantear la idea. Él y cuatro de sus colegas estaban sentados alrededor de una mesa. Ellos dirigían la ciudad, inclusive los jueves por la noche. Alrededor de la mesa unos masticaban sus cigarros, otros pitaban sus cigarrillos, todos disfrutaban del delicioso rojo de un añejo vino tinto, todos asentando la copiosa cena, los jueves por la noche la cena siempre era asado, vuelta y vuelta, apenas un poco menos que cocido. Entonces el abuelo de mi abuelo habló: «Debemos cambiar». Y ya no hubo marcha atrás.
    Construyeron un muro, contiene a la ciudad y es el más alto del mundo. Cortaron todas las líneas telefónicas y destruyeron todos los dispositivos de telecomunicaciones. Dinamitaron las carreteras. Borraron a la ciudad de todos los mapas. Se quedaron solos al fin. Ya estaban protegidos de los demás, pero faltaba hacer algo más, protegerse de ellos mismos.
    Los adultos podían forzarse y fingir hasta hacer real lo fingido, pero con los niños era distinto. Así que fueron por ellos ¿Cómo podrían resistirse los niños? Raparon sus cabezas, los vistieron con los mismos uniformes grises y fríos. Les dijeron cuándo y qué mirar, cosieron sus párpados con intangibles agujas e hilos. Les dijeron qué comer y qué sentir. Cerraron todas las ventanas y quemaron casi todos los libros, sólo se salvaron los que están escondidos en la biblioteca de los elegidos. Yo soy uno de los cinco elegidos. Esto hicieron generación tras generación hasta que se convirtió en costumbre el suplicio.

    Y así llegamos a este punto. Escribí esto aunque escribir está prohibido. Haré miles de copias y me las arreglaré para que lleguen a su destino. Me fumaré un cigarrillo que duerme en su paquete cerrado hace cuatro siglos. Después me cortaré las venas. Vivir así no es lo mío.

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